En estos días de Dios que nos han tocado vivir, parece inaceptable y retrogrado traer a la palestra de discusión
un tema como este. La convivencia cotidiana y la penetrabilidad de los medios,
tan erotizada, genitalizada y sensualmente acondicionada, nos llevan a pensar
que el respeto a la persona comprometida es cosa del pasado y, más aún, el
respeto a nosotros mismos está en clara dependencia del grado de placer y
satisfacción que tal práctica nos impida disfrutar.
El ser humano es fisiológica y emocionalmente sensibilísimo, todo lo que
llega por los sentidos externos e internos suele convertirse en una sensación,
en algo somático, es decir, puede ser percibido ya sea en la piel, en el
estómago, en el pecho o en cualquier otra parte. Por ejemplo: Generalmente se
tiene la percepción de que un profundo amor se siente en el corazón, también una
inmensa alegría o la dicha, el coraje se siente en el estómago al igual que los
nervios, y la emoción por toda la piel.
El deseo, también produce sus efectos sobre el cuerpo, pero tiene una
particularidad muy especial, analizándolo, pareciera que nace en una parte de
nosotros que no se percibe como tangible por lo que hace difícil identificarle
con una parte del cuerpo en particular, más bien le percibimos como algo que nos
sumerge en una interminable vorágine de sensaciones.
Estamos hablando hasta ahora, del simple deseo como la interpelación que hace
al intelecto la necesidad de poseer algo que se percibe como necesario.
Llevando el análisis hacia lo que nos indica el título de nuestra
elucubración, tenemos que el deseo provocado por el instinto sexual, es uno de
los más fuertes que se conozcan, llegando a impedir el adecuado comportamiento
ante la obnubilación que produce en la razón. Según los expertos en la materia,
existen dos estados del individuo en los cuales le es casi imposible razonar,
uno es la ira y el otro la lujuria.
Toda persona, desde siempre, lucha por su libertad e individualidad,
teme someterse a la voluntad de otro y más aún tiene plena conciencia de que
nadie debe entrometerse en las decisiones que toma, sean estas correctas o no.
No obstante contra esa inapropiada superposición de la libertad, tenemos que
reconocer varias cosas que nos llevan a pensar que la dichosa libertad no es
tanta, ni tan amplia; ejemplos: Primeramente no escogemos a nuestros padres,
tampoco el lugar de nacimiento, la complexión, los vecinos, el estatus social
en el cual naceremos, no podemos controlar lo que otros sientan por nosotros,
ni el temperamento, ni muchos aspectos de nuestra salud. Son realmente pocas
las decisiones que tomamos a lo largo de la vida, pero no es en si el número de
ellas lo que nos importa sino el grado de libertad y la trascendencia de las
mismas, dado el punto a donde queremos llevar este breve análisis.
Una decisión trascendente e importante para toda persona es el estado de
vida que ha de desarrollar a lo largo de ésta, tal decisión viene o debiera
venir después de un adecuado proceso de reflexión personal, sin presiones
sociales, psicológicas, emotivas o afectivas. Resulta difícil para uno, poder
definir con total veracidad y precisión, hasta qué grado o cual es el límite de los efectos que tal
decisión produce, lo que si podemos decir es que en este tipo de decisiones el
involucramiento es completo, pues su verdadera dimensión radica en que sea un
acto libre pleno.
El estado de vida más común que adopta el ente social es el matrimonio, el
escoger pareja viene a ser una de las pocas que dependen por entero de nosotros.
Lo que resulta increíble en este respecto es que siendo de las escazas cosas
que decidimos por plena y libre voluntad, al paso del tiempo, y una vez
adquirido el compromiso formal con otra persona, después andemos diciendo y
pensando que nos equivocamos, que no era lo que nosotros deseábamos en realidad
y que tenemos derecho a intentar de nuevo o, en el peor de los casos, a llevar
una forma de relación dual en la cual, mientras no se dé cuenta la otra
persona, no hay problema alguno.
La libertad de elección o el libre albedrío al cual defendemos contra
viento y marea, no es para hacer todo lo que yo quiera y desee. Esta cualidad
donada por el Creador, es única y exclusivamente para elegir de lo bueno lo
mejor. Si el hombre no decide bajo este tenor fracasa, se mutila y sufre porque
se vuelve
infeliz. La libertad es un principio que envuelve toda caridad trascendente,
toda caridad cristiana, pues trata del deseo de entrega total de una persona en
pos de la verdad, cuya posesión nos vuelve definitivamente libres.
El sentido negativo con el que se expresa el noveno mandamiento de la
Ley, ante poniendo un “No” al ordenamiento, pareciera contraponerse a nuestro
sentido y percepción de libertad, de tal manera que en nuestra psique luchamos
afanosamente por convertirle en un sí, puesto que consideramos fehacientemente
que tenemos derecho a hacer todo aquello que nos venga en gana. Algunas teorías
basadas en el constructivismo señalan que es mejor pedir y conminar a la
persona a que actúe y haga las cosas, evitando utilizar expresiones que den
sentido negativo a lo que deseamos realice, porque esta afirmación supone que
en la forma de solicitar radica buena parte del resultado que se obtenga.
Es casi una actitud automática que cuando se nos prohíbe algo actuamos
como impulsados por un resorte en contraposición a la restricción, y nos
hacemos la pregunta ¿Por qué no? Pero no en un intento de responderla
adecuadamente sino anteponiendo los sentidos y las sensaciones en pro de
alcanzar aquello que se nos presenta como prohibición, cuando la actitud
correcta sería reflexionar las causas y principios que dan origen a una orden
negativa como es el caso de “No desear la mujer del Prójimo”.
El texto más completo en el cual se expresa este mandamiento lo
encontramos en Éxodo 20,17 “No codiciarás la casa de tu prójimo, ni codiciarás
la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni
nada que sea de tu prójimo”. El sentido negativo que se expresa aquí, va más
allá de una simple prohibición o restricción, tiene un profundo sentido
liberador, pues implica aspectos que tienen que ver directamente con la pureza
de corazón, la castidad, el pudor, la templanza y la pureza de intención; todas
ellas son virtudes que maximizan la correcta realización de la persona.
El número 2517 del Catecismo de la
Iglesia Católica señala: El corazón es la sede de la personalidad moral: ‘de
dentro del corazón salen las intenciones malas, asesinatos, adulterios,
fornicaciones’ (Mt 15, 19). La lucha contra la concupiscencia de la carne pasa
por la purificación del corazón.
Considerando lo anterior y
haciendo eco del mandamiento que muchos católicos consideran como más
importante “Ama a tu prójimo como a ti mismo” (Mateo 22:37), podemos establecer
que la medida del amor al prójimo es el amor y respeto que me tengo a mi mismo,
no puedo entonces malbaratarme entregado al vicio y la lujuria, pues ello me
vuelve incapaz de amar. La dificultad radica en que se ha creado una tremenda confusión
entre amor y sexualidad, despojando de su verdadero sentido al amor que está
muy por encima del deseo e instinto sexual.
Cuando el hombre o la mujer
deciden casarse, automáticamente y tal vez sin darse cuenta, han decidido
comenzar a morir, al igual que el grano de trigo que cae en tierra para
transformarse en una nueva planta que de fruto, el ser humano está llamado a
morir para sí mismo y ofrendarse generosamente para brindar su amor al amado y
abrir la posibilidad a la vida. El sentido profundo del matrimonio supera la concepción modernista
del placer y deseo sexual que debe ser satisfecho, se trata más bien de una
donación oblativa, libre de egoísmo y autorrealización. De aquí que el
compromiso de los esposos quede tutelado explícitamente entre los valores fundamentales
que toda persona debe desarrollar y respetar.
Decíamos párrafos atrás, que el
estado de vida es una de las decisiones trascendentales de toda persona, y esto
nos lleva a afirmar que una vez que se ha decidido, aceptado y comprometido en
un estado de vida determinado, todas las demás personas a las cuales no hemos
elegido son ajenas, es decir, al casarme yo, no solo he pasado a pertenecer por
entero a otra persona, sino que las demás aun cuando no estén comprometidas, ya
no son sujetas de mi elección, puesto que ya he tomado yo una decisión al
respecto, el resto de las personas no pueden ser sujetos de elección para mí.
Es cierto que estamos hechos para amar, pero no podemos amar a dos
personas con el mismo propósito y la misma intensidad. En el amor conyugal está
claramente definida la intención del corazón, de aquí que el hombre y la mujer
plenamente definidos y equilibrados, no estén dispuestos a compartir el
corazón del ser amado, por eso en la
Sagrada Escritura encontramos: Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su
madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne" (Génesis 2: 24). “Mi
amado es mío, y yo suya” (Cantares 2,16). En otro contexto San Pablo conmina a
la comunidad a reflexionar a conciencia sobre el estado de vida que debe de
adoptar, pues ya sea que se elija el celibato o el matrimonio, la santidad en
la vida es el débito de toda persona humana “Sin embargo, para evitar caer en
pecado mejor será casarse, y que cada hombre tenga su propia mujer, y cada
mujer su propio marido. Luego, una vez casados, cumplan el esposo y la esposa
con su deber conyugal, bien entendido que, tanto la mujer como el marido, dejan
de ser los dueños absolutos de su propio cuerpo para pasar ambos a pertenecerse
mutuamente. Por lo tanto no os neguéis el
uno al otro, a menos que os pongáis de acuerdo con el fin de dedicaros
tranquilamente a la oración durante un tiempo determinado. Pero después volved
a uniros, para evitar que Satanás os tiente si no sois capaces de dominar
vuestros impulsos” (1Co. 7,2-5).
Si bien el amor conyugal conlleva
intrínsecamente el ejercicio libre y responsable de la sexualidad y, al mismo
tiempo, abre la posibilidad de la co-creación para nosotros, su fin
trascendente radica en la plena realización de la persona que ha adoptado este
estado de vida, pues con él rinde firme atención a su creador al atender
caritativamente a la vocación a la que ha sido llamado. Ante la delicadeza y
fragilidad de la que adolece el amor conyugal, requiere, y por ello así lo ha
entendido y defendido la Iglesia, como Sacramento instituido por Dios, pues sus
efectos trascienden más allá de lo meramente terrenal.
Como católicos debemos estar
atentos a propiciar que las relaciones humanas se den en un marco de respeto a
los principios evangélicos puesto que fuera de ellos solo estaremos conformando
una pseudo religión, incapaz de dar sustento y soporte al llamado que desde lo
profundo de la conciencia Dios e hace al hombre. La forma más egoísta de instrumentalización utilitaria
de la persona no radica solamente en el inapropiado ejercicio de la sexualidad,
sino en la permisividad legislativa que antepone el placer a los principios
dejando que la persona se hunda en la errónea creencia de que todos sus deseos
pueden alcanzar categoría de derecho, sin considerar en modo alguno la
responsabilidad que todo conlleva, en este sentido, cierta predica clerical no
contribuye en modo alguno a estabilizar y guiar la conciencia colectiva hacia
lo que es verdadero y correcto, al fundamentarse en una tolerancia que más que
valor, se ha convertido en un medio propiciante de graves errores, puesto que
en razón de esta, se incursiona en una indiferencia que pone en alto riesgo la
consecución del verdadero fin de nuestra existencia.
Al negarnos a participar del
placer y derecho que a otro corresponde, no estamos renunciando a la felicidad
ni a nuestra libertad, sino por el contrario, estamos caminando firmemente hacia
la irreductible causa de raza: Servir y amar a Dios en esta vida para poder
verle y gozarle en la otra (Catecismo del Padre Ripalda)
Cristo,
no es una persona con la que se pueda jugar, no es el bonachón aquel que todo
permite y todo deja pasar. El único deseo que se permite es aquel que no
denigra a la persona, entendiendo que lo que denigra a la persona no es un acto
moralmente bueno. Hacia Cristo no pueden tender aquellos que deciden vivir
denigrantemente.