domingo, 18 de noviembre de 2012

No desearas la mujer de tu prójimo





En estos días de Dios que nos han tocado vivir, parece inaceptable  y retrogrado traer a la palestra de discusión un tema como este. La convivencia cotidiana y la penetrabilidad de los medios, tan erotizada, genitalizada y sensualmente acondicionada, nos llevan a pensar que el respeto a la persona comprometida es cosa del pasado y, más aún, el respeto a nosotros mismos está en clara dependencia del grado de placer y satisfacción que tal práctica nos impida disfrutar.

El ser humano es fisiológica y emocionalmente sensibilísimo, todo lo que llega por los sentidos externos e internos suele convertirse en una sensación, en algo somático, es decir, puede ser percibido ya sea en la piel, en el estómago, en el pecho o en cualquier otra parte. Por ejemplo: Generalmente se tiene la percepción de que un profundo amor se siente en el corazón, también una inmensa alegría o la dicha, el coraje se siente en el estómago al igual que los nervios, y la emoción por toda la piel.

El deseo, también produce sus efectos sobre el cuerpo, pero tiene una particularidad muy especial, analizándolo, pareciera que nace en una parte de nosotros que no se percibe como tangible por lo que hace difícil identificarle con una parte del cuerpo en particular, más bien le percibimos como algo que nos sumerge en una interminable vorágine de sensaciones. Estamos hablando hasta ahora, del simple deseo como la interpelación que hace al intelecto la necesidad de poseer algo que se percibe como necesario.

Llevando el análisis hacia lo que nos indica el título de nuestra elucubración, tenemos que el deseo provocado por el instinto sexual, es uno de los más fuertes que se conozcan, llegando a impedir el adecuado comportamiento ante la obnubilación que produce en la razón. Según los expertos en la materia, existen dos estados del individuo en los cuales le es casi imposible razonar, uno es la ira y el otro la lujuria.

Toda persona, desde siempre, lucha por su libertad e individualidad, teme someterse a la voluntad de otro y más aún tiene plena conciencia de que nadie debe entrometerse en las decisiones que toma, sean estas correctas o no. No obstante contra esa inapropiada superposición de la libertad, tenemos que reconocer varias cosas que nos llevan a pensar que la dichosa libertad no es tanta, ni tan amplia; ejemplos: Primeramente no escogemos a nuestros padres, tampoco el lugar de nacimiento, la complexión, los vecinos, el estatus social en el cual naceremos, no podemos controlar lo que otros sientan por nosotros, ni el temperamento, ni muchos aspectos de nuestra salud. Son realmente pocas las decisiones que tomamos a lo largo de la vida, pero no es en si el número de ellas lo que nos importa sino el grado de libertad y la trascendencia de las mismas, dado el punto a donde queremos llevar este breve análisis.

Una decisión trascendente e importante para toda persona es el estado de vida que ha de desarrollar a lo largo de ésta, tal decisión viene o debiera venir después de un adecuado proceso de reflexión personal, sin presiones sociales, psicológicas, emotivas o afectivas. Resulta difícil para uno, poder definir con total veracidad y precisión, hasta qué grado  o cual es el límite de los efectos que tal decisión produce, lo que si podemos decir es que en este tipo de decisiones el involucramiento es completo, pues su verdadera dimensión radica en que sea un acto libre pleno. 

El estado de vida más común que adopta el ente social es el matrimonio, el escoger pareja viene a ser una de las pocas que dependen por entero de nosotros. Lo que resulta increíble en este respecto es que siendo de las escazas cosas que decidimos por plena y libre voluntad, al paso del tiempo, y una vez adquirido el compromiso formal con otra persona, después andemos diciendo y pensando que nos equivocamos, que no era lo que nosotros deseábamos en realidad y que tenemos derecho a intentar de nuevo o, en el peor de los casos, a llevar una forma de relación dual en la cual, mientras no se dé cuenta la otra persona, no hay problema alguno.

La libertad de elección o el libre albedrío al cual defendemos contra viento y marea, no es para hacer todo lo que yo quiera y desee. Esta cualidad donada por el Creador, es única y exclusivamente para elegir de lo bueno lo mejor. Si el hombre no decide bajo este tenor fracasa, se mutila y sufre porque se vuelve infeliz. La libertad es un principio que envuelve toda caridad trascendente, toda caridad cristiana, pues trata del deseo de entrega total de una persona en pos de la verdad, cuya posesión nos vuelve definitivamente libres.

El sentido negativo con el que se expresa el noveno mandamiento de la Ley, ante poniendo un “No” al ordenamiento, pareciera contraponerse a nuestro sentido y percepción de libertad, de tal manera que en nuestra psique luchamos afanosamente por convertirle en un sí, puesto que consideramos fehacientemente que tenemos derecho a hacer todo aquello que nos venga en gana. Algunas teorías basadas en el constructivismo señalan que es mejor pedir y conminar a la persona a que actúe y haga las cosas, evitando utilizar expresiones que den sentido negativo a lo que deseamos realice, porque esta afirmación supone que en la forma de solicitar radica buena parte del resultado que se obtenga.

Es casi una actitud automática que cuando se nos prohíbe algo actuamos como impulsados por un resorte en contraposición a la restricción, y nos hacemos la pregunta ¿Por qué no? Pero no en un intento de responderla adecuadamente sino anteponiendo los sentidos y las sensaciones en pro de alcanzar aquello que se nos presenta como prohibición, cuando la actitud correcta sería reflexionar las causas y principios que dan origen a una orden negativa como es el caso de “No desear la mujer del Prójimo”.

El texto más completo en el cual se expresa este mandamiento lo encontramos en Éxodo 20,17 “No codiciarás la casa de tu prójimo, ni codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de tu prójimo”. El sentido negativo que se expresa aquí, va más allá de una simple prohibición o restricción, tiene un profundo sentido liberador, pues implica aspectos que tienen que ver directamente con la pureza de corazón, la castidad, el pudor, la templanza y la pureza de intención; todas ellas son virtudes que maximizan la correcta realización de la persona. 

El número 2517 del Catecismo de la Iglesia Católica señala: El corazón es la sede de la personalidad moral: ‘de dentro del corazón salen las intenciones malas, asesinatos, adulterios, fornicaciones’ (Mt 15, 19). La lucha contra la concupiscencia de la carne pasa por la purificación del corazón. 

Considerando lo anterior y haciendo eco del mandamiento que muchos católicos consideran como más importante “Ama a tu prójimo como a ti mismo” (Mateo 22:37), podemos establecer que la medida del amor al prójimo es el amor y respeto que me tengo a mi mismo, no puedo entonces malbaratarme entregado al vicio y la lujuria, pues ello me vuelve incapaz de amar. La dificultad radica en que se ha creado una tremenda confusión entre amor y sexualidad, despojando de su verdadero sentido al amor que está muy por encima del deseo e instinto sexual.

Cuando el hombre o la mujer deciden casarse, automáticamente y tal vez sin darse cuenta, han decidido comenzar a morir, al igual que el grano de trigo que cae en tierra para transformarse en una nueva planta que de fruto, el ser humano está llamado a morir para sí mismo y ofrendarse generosamente para brindar su amor al amado y abrir la posibilidad a la vida. El sentido profundo del matrimonio supera la concepción modernista del placer y deseo sexual que debe ser satisfecho, se trata más bien de una donación oblativa, libre de egoísmo y autorrealización. De aquí que el compromiso de los esposos quede tutelado explícitamente entre los valores fundamentales que toda persona debe desarrollar y respetar.

Decíamos párrafos atrás, que el estado de vida es una de las decisiones trascendentales de toda persona, y esto nos lleva a afirmar que una vez que se ha decidido, aceptado y comprometido en un estado de vida determinado, todas las demás personas a las cuales no hemos elegido son ajenas, es decir, al casarme yo, no solo he pasado a pertenecer por entero a otra persona, sino que las demás aun cuando no estén comprometidas, ya no son sujetas de mi elección, puesto que ya he tomado yo una decisión al respecto, el resto de las personas no pueden ser sujetos de elección para mí.

Es cierto que estamos  hechos para amar, pero no podemos amar a dos personas con el mismo propósito y la misma intensidad. En el amor conyugal está claramente definida la intención del corazón, de aquí que el hombre y la mujer plenamente definidos y equilibrados, no estén dispuestos a compartir el corazón  del ser amado, por eso en la Sagrada Escritura encontramos: Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne" (Génesis 2: 24). “Mi amado es mío, y yo suya” (Cantares 2,16). En otro contexto San Pablo conmina a la comunidad a reflexionar a conciencia sobre el estado de vida que debe de adoptar, pues ya sea que se elija el celibato o el matrimonio, la santidad en la vida es el débito de toda persona humana “Sin embargo, para evitar caer en pecado mejor será casarse, y que cada hombre tenga su propia mujer, y cada mujer su propio marido. Luego, una vez casados, cumplan el esposo y la esposa con su deber conyugal, bien entendido que, tanto la mujer como el marido, dejan de ser los dueños absolutos de su propio cuerpo para pasar ambos a pertenecerse mutuamente.  Por lo tanto no os neguéis el uno al otro, a menos que os pongáis de acuerdo con el fin de dedicaros tranquilamente a la oración durante un tiempo determinado. Pero después volved a uniros, para evitar que Satanás os tiente si no sois capaces de dominar vuestros impulsos” (1Co. 7,2-5).

Si bien el amor conyugal conlleva intrínsecamente el ejercicio libre y responsable de la sexualidad y, al mismo tiempo, abre la posibilidad de la co-creación para nosotros, su fin trascendente radica en la plena realización de la persona que ha adoptado este estado de vida, pues con él rinde firme atención a su creador al atender caritativamente a la vocación a la que ha sido llamado. Ante la delicadeza y fragilidad de la que adolece el amor conyugal, requiere, y por ello así lo ha entendido y defendido la Iglesia, como Sacramento instituido por Dios, pues sus efectos trascienden más allá de lo meramente terrenal.

Como católicos debemos estar atentos a propiciar que las relaciones humanas se den en un marco de respeto a los principios evangélicos puesto que fuera de ellos solo estaremos conformando una pseudo religión, incapaz de dar sustento y soporte al llamado que desde lo profundo de la conciencia Dios e hace al hombre. La forma más egoísta de instrumentalización utilitaria de la persona no radica solamente en el inapropiado ejercicio de la sexualidad, sino en la permisividad legislativa que antepone el placer a los principios dejando que la persona se hunda en la errónea creencia de que todos sus deseos pueden alcanzar categoría de derecho, sin considerar en modo alguno la responsabilidad que todo conlleva, en este sentido, cierta predica clerical no contribuye en modo alguno a estabilizar y guiar la conciencia colectiva hacia lo que es verdadero y correcto, al fundamentarse en una tolerancia que más que valor, se ha convertido en un medio propiciante de graves errores, puesto que en razón de esta, se incursiona en una indiferencia que pone en alto riesgo la consecución del verdadero fin de nuestra existencia.

Al negarnos a participar del placer y derecho que a otro corresponde, no estamos renunciando a la felicidad ni a nuestra libertad, sino por el contrario, estamos caminando firmemente hacia la irreductible causa de raza: Servir y amar a Dios en esta vida para poder verle y gozarle en la otra (Catecismo del Padre Ripalda)

Cristo, no es una persona con la que se pueda jugar, no es el bonachón aquel que todo permite y todo deja pasar. El único deseo que se permite es aquel que no denigra a la persona, entendiendo que lo que denigra a la persona no es un acto moralmente bueno. Hacia Cristo no pueden tender aquellos que deciden vivir denigrantemente.